La luz solar ha dejado paso a la claridad de la luna. Cerrado está el día. Nos encaminamos al calor del hogar. En nuestra mente se dibujan los capítulos de un día aciago, laborioso. Para algunos tenso, para otros sereno. Pero en la ruta de vuelta a la cálida nodriza de nuestros hogares tranquilos, buyen reiterados pensamientos de imágenes grabadas de aquel niño, de aquel anciano, de aquel indefenso que ocupó instantes de nuestro tiempo.
Fuimos sencillamente humanos. Cálidos humanos que hicieron un poco más agradable el paso de hombres y mujeres, de ancianos y niños que requerían nuestra atención. Un mundo en plena ebullición de los sentidos, acelerado porque el tiempo no llega, pero agota. Sin querer, también hemos sido indiferentes, desagradables, impasibles en nuestras decisiones, con la sola intención de cumplir con nuestro deber; sin atisbos de compasión y misericordia que, a veces, la necesidad perentoria obliga.
¿Dejé que Dios pasase por mi mente? ¿Dejé que calmara mi desaliento? ¿Le permití que sosegara mi espíritu? ¿Qué fue de Dios y su amor encarnado cuando me tropecé con el necesitado? ¿Fui capaz de elevar una mirada cordial a los ojos heridos de quien hizo acto de presencia ante mí?
Hubiera sido diferente si en lugar de molestarme, hubiera transformado mi malestar en un hálito de vida. ¡Aliento para el otro! No podemos proyectar nuestra insatisfacción existencial porque el otro nos incomode por un momento con preguntas, irrumpiendo a nuestro paso para que le orientes hacia alguna dirección.
Recuerdo, siendo niño, que para acudir a mis citas tenía que preguntar dónde estaba la calle, o cuál era la parada más cercana del autobús, o simplemente dónde estaba el norte o el sur de mi aventura. La gente no se molestaba. Se paraban y te explicaban con todo lujo de detalles. Incluso, si era necesario, te acompañaban un tramo del camino, hasta que la realidad o la necesidad obligaba a la vifurcación de las vidas sin ocaso. ¡Cuánto hemos perdido de humanidad!
No puede quedarse en el olvido una vida entregada al sacrificio, aunque fuera por un día y, sobre todo, no quedarse con el malestar del día. En el hogar se nos espera con la cálida ternura de una esposa, de unos hijos, de una madre, o simplemente, de la serena paciencia que hemos de recobrar aunque sea en la soledad de un hogar pedigüeño.
Ahora es el presente de la calma, del sosiego, de la oración agradecida por un día más de vida, por un día más de trabajo, ya acabado. Realizado. Mira la noche con alegría y esperanza. Bendiciones.
Fr. Alexis González de León, o.p.