ÍNTIMOS RECUERDOS
Debo confesar que sentí más quebranto en mi alma con la pérdida de mi mejor amigo, hermano de comunidad, que padeció también cáncer y murió al tercer día de recibir un trasplante de hígado, que con la muerte de mi padre.
Hay personas que se te cuelan en el alma con la sonrisa. Él era una de esas personas. Admiraba su carácter a veces tan directo otras tan críptico, como buen manchego. Directo o críptico siempre se animaba a la sonrisa, a contar chistes y a reírse de su sombra. Tenía la misma risa del lindo pulgoso, cosa que no le gustaba que le dijeran.
Cultivamos una amistad desde el 5 de octubre año 1989 hasta el 28 de diciembre de 2011 fecha en la que murió. Fueron 22 años tan cercanos como distantes, dada la complejidad de nuestra vida con diferentes destinos.
De él aprendí algo importante. En mis tiempos de crisis yo andaba cabizbajo con el eterno debate de responder a mi vocación o definir mi vida por otro camino, entonces me dijo algo como si alguien le hubiera inspirado: «Lo que elijas ámalo con tal intensidad que suponga que la vida se te va a ir en ello» Esta frase parecía inspirada por un ser divino. Nunca la olvidé: «Amar lo que uno elige». Por aquel entonces pensaba que el amor se podía brindar y ofrecer a Dios, a la vida, a alguien con nombres y apellidos concretos. Nunca se me hubiera ocurrido amar lo que uno elige.
Pero además añadió, «hazlo con tanta libertad, como si la vida se te fuera en ello». Y es que el amor no entiende de reservas. O se da en libertad y sin miramientos, o no es amor. Aquellas palabras me ayudaron a optar por la vida religiosa y el sacerdocio, como predicador. Su sentido de libertad era muy amplio, no ponía restricciones para elegir siempre aquello que le hacía sentirse libre.
Siempre que uno elige supone las pérdidas de otras posibilidades. Se sacrifican personas y experiencias vitales por una que va a definir tu vida junto a Dios con un modelo de vida muchas veces contrarios a los criterios del mundo. Elegí la verdad de Dios y de la vida como criterio clarificador de mi andadura y mi existencia.
La noticia de su muerte la recibí mientras me hacía cargo de un fraile mayor, que se resistía desde el temor a entregar la vida al Padre Dios. Tenía 96 años y muchas ganas de vivir. Era curioso; estuve un mes con un constante «casi se muere». Cada vez que rezaba con él la Salve o algún salmo de difunto, él revivía. Aquel año (2011) fue un año fatídico para mí. Como prior del convento me tocó asumir la responsabilidad de indicar el camino a los moribundos.
Mi amigo, algo intuyó. Antes de la operación, quiso despedirse de mí. Me insistió mucho en que teníamos que vernos. Pero el exceso de responsabilidad ante el panorama que tenía en casa no me permitió dar el paso correcto. Me quedó esa pena. Estuve tres días llorando como una Magdalena, y rezando para curar la herida de su partida. Hoy, gracias a Dios, sólo recuerdo sus risas y chistes. Es una gracia. En más de una ocasión me he encomendado a él, para que medie ante Dios por mí, y me dé fortaleza para responder a la vida y a la enfermedad con el coraje que precisan.
Siempre he dicho que la verdad no se posee, sino que se descubre y comparte, que hay que vivirla en la disposición de una sinceridad completa. Pero la verdad no puede ser un arma arrojadiza que implique la destrucción de la fama del otro. La verdad no casa con la violenta tempestad que se desata en cada acusación. La verdad se implica con la libertad para contemplar bien los ritmos de la vida.
Fr. Alexis González de León, o.p.